Cuentos cáusticos: La glorieta
Habían cambiado la hora y oscurecía pronto. Aquello le sacaba de quicio. No entendía como todo el mundo podía aceptar, como si fuera la cosa más normal del mundo, que a las tres fueran las dos.
- Nos tratan como a las gallinas!
Le cabreaba que terminara tan pronto el día. Todo era salir del trabajo, e ir a comprar cuatro cosas para la cena, que ya era noche cerrada. Le gustaba sentir que, fuera del trabajo, aún había vida por vivir.
Se había acostumbrado a pasear por la carretera para ir a ver la puesta de sol. El otoño apenas acababa de empezar y el cielo ofrecía tantos colores como él era capaz de imaginar. El violeta de las nubes se recortaba en una luz inmensa que se apagaba, poco a poco, y matizaba las tonalidades del púrpura, del turquesa, del naranja ...
Cogía el camino de las crestas, el más viejo de los caminos del término, porque pasaba por arriba de los viñedos y le ofrecía el mejor mirador.
Aquel atardecer debía durar poco. Seguro que se le haría de noche en la Glorieta.
De la Glorieta, había oído hablar a una vieja del pueblo. Decía que, antes, en aquel lugar se reunía la juventud de los pueblos de alrededor para bailar y festejar en las noches de vendimia. La vieja era muy vivaz. Parece ser que de joven había sido muy festera.
Pero de la Glorieta ya sólo quedaba el rastro del recuerdo de aquella vieja, que ya hacía años que había muerto, la pobre. No había oído hablar de ella a nadie más, y de hecho, llegó a pensar que, lo de la Glorieta, sólo serían cuentos de aquella mujer.
El sol se apagaba y la noche se hacía señora de todo el término. Por suerte conocía bien los caminos. Los habría caminado a ciegas si le hubiera sido necesario, pero aquella noche no le haría falta, porque la luna era llena, o casi.
Soplaba un airecillo que, apenas, movía las hojas de los almendros. Sintió un rumor ahí abajo. Un jabalí, pensó. Pero, al poner más atención, adivinó que se trataba de gente. Y no de uno ni dos, sino de una pandilla.
Se acercó y vio luz. En un claro había mucha gente que charlaba bajo farolillos que habían colgado de los árboles. Había quienes estaban sentados en unas sillas. En ese momento sonó música, un acordeón y un jazz band, y hubo parejas que se pusieron a bailar.
Habían dispuesto unos tablones de madera encima de unas cajas. Servían aguardiente, vino, mistela y limonadas.
Se acercó. Quien atendía el bar era un hombre corpulento que lucía un mostacho generoso. Le conocía. Lo había visto muchas veces, pero no recordaba ni dónde ni cuándo.
- ¿Qué será?
- Una “barrecha”
Lo dijo sin pensar. Las palabras le habían salido solas de la boca, sin que él las pudiera dominar. El del acordeón apretó fuerte el fuelle y, un golpe de bombo dio por terminada la danza.
Al otro lado, sentada en una de las sillas, había una chica que le llamó la atención.
Fue a encontrarla. Sonaban los primeros compases de un vals-jota.
- ¿Bailamos?
Tampoco dominaba las palabras. Pero ella se levantó y le ofreció la mano. Los pies bailaban solos, y ella le miraba con picardía.
Bailaron y bailaron hasta que amaneció. El tiempo pasó en un suspiro. Eran las seis, que eran las siete, y aún quedaba vida por vivir.
En su mirada pudo reconocer la vivacidad de la festera.
- Nos tratan como a las gallinas!
Le cabreaba que terminara tan pronto el día. Todo era salir del trabajo, e ir a comprar cuatro cosas para la cena, que ya era noche cerrada. Le gustaba sentir que, fuera del trabajo, aún había vida por vivir.
Se había acostumbrado a pasear por la carretera para ir a ver la puesta de sol. El otoño apenas acababa de empezar y el cielo ofrecía tantos colores como él era capaz de imaginar. El violeta de las nubes se recortaba en una luz inmensa que se apagaba, poco a poco, y matizaba las tonalidades del púrpura, del turquesa, del naranja ...
Cogía el camino de las crestas, el más viejo de los caminos del término, porque pasaba por arriba de los viñedos y le ofrecía el mejor mirador.
Aquel atardecer debía durar poco. Seguro que se le haría de noche en la Glorieta.
De la Glorieta, había oído hablar a una vieja del pueblo. Decía que, antes, en aquel lugar se reunía la juventud de los pueblos de alrededor para bailar y festejar en las noches de vendimia. La vieja era muy vivaz. Parece ser que de joven había sido muy festera.
Pero de la Glorieta ya sólo quedaba el rastro del recuerdo de aquella vieja, que ya hacía años que había muerto, la pobre. No había oído hablar de ella a nadie más, y de hecho, llegó a pensar que, lo de la Glorieta, sólo serían cuentos de aquella mujer.
El sol se apagaba y la noche se hacía señora de todo el término. Por suerte conocía bien los caminos. Los habría caminado a ciegas si le hubiera sido necesario, pero aquella noche no le haría falta, porque la luna era llena, o casi.
Soplaba un airecillo que, apenas, movía las hojas de los almendros. Sintió un rumor ahí abajo. Un jabalí, pensó. Pero, al poner más atención, adivinó que se trataba de gente. Y no de uno ni dos, sino de una pandilla.
Se acercó y vio luz. En un claro había mucha gente que charlaba bajo farolillos que habían colgado de los árboles. Había quienes estaban sentados en unas sillas. En ese momento sonó música, un acordeón y un jazz band, y hubo parejas que se pusieron a bailar.
Habían dispuesto unos tablones de madera encima de unas cajas. Servían aguardiente, vino, mistela y limonadas.
Se acercó. Quien atendía el bar era un hombre corpulento que lucía un mostacho generoso. Le conocía. Lo había visto muchas veces, pero no recordaba ni dónde ni cuándo.
- ¿Qué será?
- Una “barrecha”
Lo dijo sin pensar. Las palabras le habían salido solas de la boca, sin que él las pudiera dominar. El del acordeón apretó fuerte el fuelle y, un golpe de bombo dio por terminada la danza.
Al otro lado, sentada en una de las sillas, había una chica que le llamó la atención.
Fue a encontrarla. Sonaban los primeros compases de un vals-jota.
- ¿Bailamos?
Tampoco dominaba las palabras. Pero ella se levantó y le ofreció la mano. Los pies bailaban solos, y ella le miraba con picardía.
Bailaron y bailaron hasta que amaneció. El tiempo pasó en un suspiro. Eran las seis, que eran las siete, y aún quedaba vida por vivir.
En su mirada pudo reconocer la vivacidad de la festera.
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